SAN CARLOS LUANGA Y COMPAÑEROS MáRTIRES
Mártires de Uganda
(† 1886)
Verdes colinas, frescos valles, feraces llanuras, una
vegetación opulenta de variadas hierbas y árboles gigantescos, corrientes de
agua bordeadas de sotos y praderas, hacen de Uganda una de las regiones más
pintorescas que se extienden en el áfrica tropical. Más acá, Zanzíbar; más
allá, el lago de Nyanza; arriba, un cielo claro, que nunca se olvida de dar la
lluvia en el tiempo oportuno; abajo, el banano, don de Kintou, el rey fabuloso,
fundador y legislador del reino de Uganda; el banano, que sirve a los hombres
de la tierra, a los baganda, para construir sus chozas, para preparar su bebida
y para recoger su mejor alimento.
El sucesor de Kintou en 1885 se llamaba Muanga. Su corte
estaba en Mengo. Allí vive con sus pajes y sus guerreros; allí descansa después
de sus partidas de caza y sus excursiones bélicas en reinos circundantes; allí
da audiencia, en un salón rodeado de patios y jardines, recostado sobre un
lecho deslumbrante de sedas y tapices, y sin más vestido que un manto de
algodón galonado de oro y plata.
Es un joven de veinte años, que acaba de suceder a su padre,
Mutesa, el que visitó Stanley en sus exploraciones africanas. Belleza negra,
instintos sanguinarios y alma salvaje. Adora a los loubaté, les sacrifica sus
cautivos de guerra, y consulta a los adivinos, vestidos de pieles de mono y de
gato montés. Pero tanto como a los hechiceros admira a los Padres Blancos, que
unos años antes llegaron de Europa. Les consulta en los problemas difíciles,
acude a su ciencia para buscar remedio contra las enfermedades, escucha con
curiosidad la exposición de su doctrina y hasta dice a sus gentes que no hay
mejor oración que el Padrenuestro. A favor de la benevolencia real, el
cristianismo se extiende en torno suyo: muchos de sus pajes acaban de abrazar
el cristianismo y son ya miles los bagandas que han abandonado el culto
sangriento de los espíritus invisibles.
No tarda en surgir la reacción, representada por los
adivinos y un grupo numeroso de los grandes del reino. Unos y otros tienen
interés en mantener las tradiciones patrias. Conjuran; resuelven suprimir al
rey y poner en su lugar a un hermano suyo. Al frente de la conspiración se pone
el primer ministro, Katikiro. Pero los cristianos velan por la vida de su
señor. Dos de ellos, José Makasa y Andrés Kagwa, advierten a Muanga del peligro
y ponen a su disposición un cuerpo de dos mil guerreros para defenderle. Al
primer rumor, Katikiro corre al palacio, cae a los pies del rey, se echa a
llorar como un niño y protesta de su fidelidad. Muanga le cree, le perdona y le
mantiene en su puesto; y él comprende que la ruina de los cristianos es para él
cuestión de vida o muerte. Sus pérfidas insinuaciones fueron transformando poco
a poco el ánimo del soberano. La benevolencia da lugar al recelo, el recelo al
odio. Con motivo de una indisposición, el rey toma una píldora que le receta el
misionero, y poco después se siente peor. «Los extranjeros le han querido
envenenar», se dice entre los grupos de la oposición pagana, y el primer
ministro consigue explotar el rumor con toda la finura de un hombre civilizado.
Además, aquella religión que condenaba los sacrificios humanos; la poligamia,
la injusticia y la crueldad, se iba haciendo demasiado molesta. Muanga había
advertido que algunos de sus pajes se negaban a satisfacer sus instintos
bestiales, y eran precisamente los cristianos.

El 25 de mayo, al anochecer, volvía Muanga de cazar junto al
lago de Nyanza, cuando se le ocurrió preguntar por uno de los muchachos que
vivían en la corte, Mwafu, hijo del primer ministro.
—Lo vi en la calle principal con Sebugwawo—dijo uno de los
circunstantes.
—Entiendo—murmuró Muanga—; han ido a casa de mi armero
Kisulé para aprender la religión.
Y habiendo visto que los dos entraban poco después en el
palacio, tuvo con ellos este interrogatorio:
—¿Eres tú, Sebugwawo, el que lleva a Mwafu a aprender la
religión?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
Y, sin aguardar respuesta, tomó una lanza que había a su
diestra, se arrojó sobre el cristiano y le dejó sangrante y palpitante a sus
pies. Así murió el segundo mártir. Dionisio Sebugwawo era un adolescente de
naturaleza delicada y enfermiza, que estaba emparentado con el primer ministro
y contaba apenas diecisiete años.
Unas horas después, Muanga celebra Consejo con sus
dignatarios. Está nervioso y congestionado; ruge, y sus grandes ojos lanzan
llamas de venganza.
—Esto no se puede consentir—dice a sus magnates—; vuestros
hijos son unos traidores, se han rebelado contra mí.

—Si eso es verdad, si nuestros hijos son malvados, mátalos; ya te daremos otros que te sirvan mejor.
Alegre al oír estas palabras, seguro de que no peligra su
trono, Muanga ordena entonces una matanza general de cuantos profesan la
religión de los Padres Blancos. Ante todo, necesita vengar su autoridad
ultrajada, castigar a sus pajes o ponerlos en razón. Un testimonio dirá más
tarde: «El rey empezó a odiar a los cristianos porque algunos de ellos se
opusieron a sus vergonzosas solicitaciones.» El grupo de aquellos jóvenes
generosos tenía un jefe llamado Carlos Luanga. Bello y fuerte, Luanga era el
maestro de ceremonias de la corte, y a pesar de sus veinte años, la guardia
real obedecía a sus órdenes. Los mismos paganos le amaban por su bondad, y los
fieles encontraban en él un dechado, un sostén y un consejero. Gracias a su
entereza digna y respetuosa, logró salvar muchas veces la inocencia de los
pajes de las agresiones del rey. Fue, sobre todo, el ángel de un niño que se
llamaba Kizito y era hijo de uno de los más nobles señores de Uganda. Nunca en
el jardín real se había abierto una flor tan graciosa. Kizito contaba trece
años, era de una exquisita delicadeza y de costumbres purísimas. Simple
catecúmeno, nada deseaba tanto en el mundo como recibir las aguas del bautismo.
«Quiero ser hijo de Dios», decía con frecuencia. La vida del palacio le tenía
en una inquietud continua. Cuando le invitaban a entrar en el departamento
privado del monarca, se estremecía como una hoja, e iba a echarse en brazos de
su protector.
Conociendo el peligro que se cernía sobre sus cabezas, los
pajes cristianos fueron a consultar sobre la conducta que debían seguir al más
respetado de todos los convertidos de Uganda, el armero Matías Kisulé. «Podéis
huir—les dijo el anciano—y ocultaros entre vuestras familias; pero si tenéis
valor para morir por nuestra santa religión cristiana, yo os aconsejo que
volváis al lado del rey.» Y todos aquellos pequeños héroes, prefiriendo el
sacrificio a la fuga, se reunieron en torno a su jefe y juraron morir con él.
Al llegar la noche, Luanga los reunió a todos en una de las salas del palacio,
los arengó y los preparó al combate con la oración. Kizito se acercó a él y le
dijo que quería recibir el bautismo antes de morir; y el mismo ruego le
hicieron otros tres catecúmenos. Carlos tomó un poco de agua y la derramó sobre
las cabezas de sus compañeros, pronunciando las palabras rituales: «Yo te
bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Parecía una
escena de las catacumbas, y, efectivamente, de allí iban a salir aquellos
campeones para renovar las gestas gloriosas de los primeros héroes cristianos.
Al amanecer se corrió la noticia por la residencia real, y
tras ella vino una orden inquietante: todos los pajes debían ser conducidos a
presencia del rey. «Nosotros, los cristianos—dice uno de los que habían
asistido a la ceremonia de aquella noche—, nos presentamos con Carlos Luanga a
la cabeza. El rey estaba sentado sobre un trono, y a su lado estaba la princesa
Nassiwa. Antes de sentarnos saludamos al monarca, diciéndole: « ¿Cómo estáis,
señor?» Él se burlaba de nosotros, nos insultaba y decía: «Vaya con los
cristianos. Mis perros valen más que vosotros.» Después de unos momentos, el
rey preguntó: « ¿Han llegado todos?» «Todos», le respondieron. Entonces mandó
que cerrasen todas las puertas, y añadió: «Bueno, que los que rezan vayan a
aquel rincón, para que sepa a quiénes tengo que matar.» Al instante, Carlos
Luanga se levantó y se dirigió al punto designado; los demás nos levantamos
también y le seguimos con alegría. Nadie iba triste. Luego el rey dijo; «¿Han
marchado ya todos los que rezan?» Y los que se habían quedado en su puesto,
gritaron: «Aquí no reza nadie.» Desconfiando de esta respuesta, el rey dijo a
uno de sus oficiales: «Mira a ver si queda alguno todavía.» El oficial
descubrió entre ellos a Wasiva, y le dijo: «¿No eres tú también de los que
rezan?» «Lo era—contestó él—, pero ya no lo soy.» «Ese engañador miente—gritó
el rey desde su silla—. Matadlo; que no llegue vivo a la noche.» Inmediatamente
el verdugo se arrojó sobre él y lo llevó. Nosotros nos reímos en nuestro rincón
y decíamos: « ¡Desgraciado! ¿Qué cosa le habrá movido a renunciar a la fe?»
Después el rey pronunció la sentencia y dijo: «Que todos los que rezan, que
todos los que han abrazado la religión, sean atados y quemados.» Los verdugos
nos ataron a todos. Serían las once de la mañana.»
Poco después se desarrollaba en el palacio real otra escena
no menos admirable. Llamado por el rey, entró en su cámara uno de sus
capitanes, Santiago Buzabaliawo, cristiano fervoroso, que en el entusiasmo de
su celo propagandista había hecho esfuerzos para convertir a su señor. ¿Eres
tú—le dijo Muanga—el jefe de los cristianos? «Soy cristiano—respondió él con
dignidad—; pero ese título de jefe no me corresponde a mí.» «Este joven—replicó
el rey—quiere hacerse el valiente; al verle, creeríamos que es el mismo
Kintou.» «Muchas gracias por el honor que me haces.» «Este es el que se
esforzaba por hacerme abrazar su religión.... Verdugos: llevadle de aquí y
matadle.» «Adiós —dijo el soldado sin inmutarse—. Me voy al paraíso para rezar
a Dios por ti.» Una carcajada inmensa acogió las últimas palabras: «Se ve—dijo
el rey—que estos pobres cristianos han perdido la razón.»
Entre tanto, los valientes pajes eran conducidos desde la
residencia del rey a la capital del reino, y de aquí a Namugongo. Llegaron al
ponerse el sol, precedidos siempre por el prefecto de los suplicios, Mukajanga,
que caminaba al son de los tambores, «íbamos uno tras otro—dice uno de los
presos que luego salió con vida—. En el camino apalearon y alancearon a uno de
nuestros compañeros. Atanasio Badzekuketta, cuyo cadáver abandonaron a las
aves. Nosotros nos decíamos unos a otros: Nuestro amigo ha sido un héroe; no ha
temido morir por la causa de Dios. Seamos nosotros fuertes como él. Después
empezamos a hablar de Dios, manifestando nuestros sentimientos con estas
palabras: Hacer la ofrenda de nuestra persona por cumplir una bella acción, y
retirarla luego es cosa de cobardes. Para nosotros ha llegado el momento de
cumplir lo que habíamos prometido; muramos por Dios.»
Antes de entrar en la cárcel se les juntaron otros dos
condenados, el capitán Buzabaliawo y el soldado Bruno Serunkuma. Este último,
fuerte muchacho de veinticinco años, había pasado durante el viaje por una
granja de su hermano. Devorado por la sed y el calor, no pudo contenerse y
gritó en dirección a la cabaña: « ¡Bosa, Bosa, tráeme un poco de vino de
banano!» Y al verle venir, añadía: «Ya ves, nos llevan a la muerte; pero vamos
al Cielo a coger puesto para vosotros. Una fuente que tiene muchos manantiales
no puede agotarse; cuando nosotros hayamos desaparecido, otros rezarán en lugar
nuestro.» Bosa, entre tanto, le alargaba el vaso, diciendo: «Toma el vino que
pediste.» Entonces Bruno miró fijamente a su hermano, y volviéndose luego hacia
el verdugo, le dijo: «Vamos.» Había recordado que Cristo no quiso beber en la
cruz, y súbitamente le vino el deseo de imitarle. Y pasó adelante sin beber.

Cuando se encendía la leña, dijo el verdugo a los mártires:
«Declarad simplemente que no volveréis a rezar y Muanga os perdonará.» « ¡Oh,
no—respondieron ellos—, rezaremos mientras vivamos!» Y continuó el siniestro
preparativo. Carlos Luanga fue quemado aparte, a fuego lento. Cuando le
llevaban, se despidió de los demás con estas palabras: «Amigos, hasta más ver;
nos encontraremos en el Cielo.» Empezaron a aplicarle el fuego en los pies, y
poco a poco pasaban a las demás partes del cuerpo. Al mismo tiempo el verdugo
le decía: «¡Que tu Dios venga a sacarte de las brasas!» « ¡Pobre
insensato—respondía él—; no sabes lo que dices! Ahora no haces más que echar
agua sobre mis miembros; cuida de que el Dios a quien insultas no te sumerja un
día en el verdadero fuego.» Y añadía con un valor heroico: «Suéltame las manos
para que yo mismo pueda atizar la llama.» Entre tanto, sus compañeros cantaban
en medio de las llamas. «El fuego—decía Dionisio—se levantó como un torbellino,
como cuando se quema una casa. Y cuando empezaron a alzarse las llamas yo oía
salir de en medio de ellas el murmullo de las oraciones de los cristianos, que
morían invocando a Dios.» El pequeño Kizito, el más joven de aquellos
adolescentes, fue uno de los más valerosos. Cuando le arrojaron a la hoguera,
seguía sonriendo y hablando a los ejecutores con la gracia de un apóstol y la
altivez de un héroe. A sus palabras respondía el que le llevaba al suplicio:
«Tú me llamas demonio; tu me dices que el fuego con que fumo el tabaco me
abrasará. Ahora es a mí a quien toca quemarte a ti.» El pequeño atleta seguía
sonriendo y provocando a sus asesinos.
Quedaba una víctima todavía: era el propio hijo de
Mukajanga, el jefe de los verdugos. Se llamaba Mubaga Tuzindé, uno de los que
habían recibido el bautismo la noche antes de la prisión. Desde aquel día se
habían puesto en juego todos los medios para hacerle apostatar. Pero él
respondía siempre: «No es posible; yo soy cristiano y permaneceré cristiano.» Y
sus compañeros rezaban por él, para que no les abandonase en la última hora. El
padre había esperado que la vista de los preparativos del suplicio quebrantaría
su valor. Pero el muchacho permanecía firme. Él mismo se echó a las llamas, y
cuando quedó rodeado de ellas: «Ueraba—dijo—; adiós, padre.» «Hijo mío—suplicó
entonces el feroz verdugo—, ven, yo te ocultaré en mi choza; nadie pasa por
allí y no te encontrarán.» «Padre—contestó él—, yo no quiero esconderme; yo
quiero ser fiel a la oración. Por otra parte, tú eres esclavo del rey; si me
escondes te matarán a ti; pero, padre mío, tengo miedo al fuego; mátame antes
que se encienda más». Mukajanga hizo señas a uno de sus subalternos y volvió la
vista. El ayudante levantó al niño y le rompió la nuca con un mazo. Entre los
siniestros chisporroteos se oían aún las plegarias de los demás. ¡Ni un grito,
ni una lágrima, ni un gemido! Tal fue la muerte de aquellos negros admirables.
De repente, el salvaje se levantaba a la más alta gloria del hombre civilizado.
No es menos noble la actitud de estos jóvenes africanos que la de los mártires
civilizados del Imperio romano. Pertenecen a la misma familia de los mártires
de Cristo, y en el Cielo llevan la misma corona. En pocos años el catecismo
había despertado entre la barbarie el anhelo de todas las grandezas.
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