REDEMPTORIS
MISSIO
CARTA ENCICLICA DEL SUMO PONTIFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA MISION DEL REDENTOR
Venerables Hermanos,
Amadísimos Hijos e Hijos:
Salud y bendición Apostólica
45. Al hacerse en unión con toda la
comunidad eclesial, el anuncio nunca es un hecho personal. El misionero está
presente y actúa en virtud de un mandato recibido y, aunque se encuentre solo,
está unido por vínculos invisibles, pero profundos, a la actividad evangelizadora
de toda la Iglesia. Los oyentes, pronto o más tarde, vislumbran a través de él
la comunidad que lo ha enviado y lo sostiene.
El anuncio está animado por la fe, que
suscita entusiasmo y fervor en el misionero. Como ya se ha dicho, los Hechos de
los Apóstoles expresan esta actitud con la palabra parresía, que significa
hablar con franqueza y valentía; este término se encuentra también en san
Pablo: «Confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el
Evangelio de Dios entre frecuentes luchas» (1 Tes 2, 2). «Orando ... también
por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer
con valentía el misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y
pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef 6, 19-20).
Al anunciar a Cristo a los no
cristianos, el misionero está convencido de que existe ya en las personas y en
los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por
conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la
liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo
deriva de la convicción de responder a esta esperanza, de modo que el misionero
no se desalienta ni desiste de su testimonio, incluso cuando es llamado a
manifestar su fe en un ambiente hostil o indiferente. Sabe que el Espíritu del
Padre habla en él (cf. Mt 10, 17-20; Lc 12, 11-12) y puede repetir con los
Apóstoles: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu
Santo» (Hch 5, 32). Sabe que no anuncia una verdad humana, sino la «Palabra
de Dios», la cual tiene una fuerza intrínseca y misteriosa (cf. Rom 1, 16).
La prueba suprema es el don de la vida,
hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre en
la historia cristiana, los «mártires», es decir, los testigos, son numerosos
e indispensables para el camino del Evangelio. También en nuestra época hay
muchos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces
héroes desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los
anunciadores y los testigos por excelencia.
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