Pasemos al segundo
grupo de mártires, formado por nueve de ellos. En realidad, sin embargo, muy
bien pudieran agregarse cinco al grupo anterior, pues, aunque no fueron
martirizados el mismo día ni de la misma forma, pertenecían también, como los
anteriores, a la corte, estaban unidos con ellos por lazos de íntima amistad,
eran jóvenes de la misma edad, y sólo circunstancias fortuitas hicieron que no
fuesen atormentados el mismo día 3 de junio. Junto a ellos nos encontramos con
otros mártires, que también repiten, por su parte, las más hermosas páginas de
los primeros tiempos del cristianismo.
Recordemos en primer
lugar a Matías Kalemba Murumba. Era ya un hombre hecho, pues tenía cincuenta
años y ejercía la profesión de juez. Había sido primero mahometano y después
protestante, para terminar recibiendo el bautismo en la Iglesia católica el 28
de mayo de 1882. Entonces, temiendo las dificultades de su profesión, la dejó,
y se dedicó con alma y vida a la propagación de la religión, no sólo mediante
la educación cristianísima de sus propios hijos, sino también con una labor de
ardiente proselitismo. Llamado a la presencia del primer ministro, confesó
abiertamente la fe y fue condenado a morir con muerte horrible. Sus verdugos le
llevaron a un lugar inculto y desierto, temiendo que la piedad de los
espectadores pudiera poner obstáculos a la ejecución de la tremenda sentencia.
Allí fue Matías, con sus verdugos, alegre y contento. Empezaron por cortarle
las manos y los pies. Después le arrancaron trozos de carne de la espalda, que
asaron ante sus propios ojos. Finalmente, le vendaron con cuidado las heridas,
para prolongar su martirio, y le dejaron abandonado en aquel lugar desierto.
Tres días después unos esclavos que estaban cortando cañas oyeron la voz de
Matías, que les pedía un poco de agua. Pero, al verle desfigurado, mutilado,
temieron al rey y se horrorizaron de tal manera que huyeron dejándole
abandonado. Solo por completo, expiró al poco tiempo.
Tiene también un corte
evangélico el martirio de Andrés Kagwa, pues nos recuerda la escena del de San
Juan Bautista. Unido con íntima amistad al rey, había dado muestras de una gran
caridad con ocasión de la peste que había invadido a la región. Fueron muchos
los enfermos a los que, después de haberles atendido con caridad ardiente,
bautizó y enterró después con sus propias manos. En su apostolado llegó a
intentar catequizar a los hijos del primer ministro. Este juró su ruina, hasta
el punto de prometerse que no habría de cenar aquel día sin que al verdugo le
trajera a la mesa la mano cortada de Andrés. Así se hizo aquel 26 de mayo en
que el mártir, a sus treinta años de edad, voló a los gozos del cielo.
El mismo primer
ministro consiguió también que el rey le entregase a Juan María Lamari,
conocido con el sobrenombre de Muzei, es decir, el anciano. Hombre de gran
prestigio, lleno de prudencia, misericordioso con los pobres, daba su dinero y
su actividad para conseguir la redención de los cautivos, a los que
catequizaba. Cuando vio que eran perseguidos los cristianos rehusó huir. Antes
al contrario, se presentó con toda naturalidad ante el rey. Este le envió al
primer ministro. Algo sospechaba el mártir, pero, como dicen las letras de
beatificación, "pensé que era absurdo temer por algo que tuviera relación
con la causa de la religión". Y, en efecto, al presentarse al primer
ministro, éste ordenó que le arrojaran a un estanque que tenía en su finca.
Allí pereció ahogado.
Terminemos la
relación, que puede parecer monótona, pero que, sin embargo, es gloriosísima,
con la primera de las víctimas: José Mkasa Balikuddembé. Había servido ya al
rey Mtesa como ayuda de cámara. Su hijo Muanga, al llegar al trono, le conservó
junto a sí y le puso al frente de la casa regia. El mártir se dedicó a un
apostolado activísimo entre los jóvenes que formaban parte de la corte. Todo
iba bien, y el rey le tenía en gran consideración y afecto, hasta que José
Mkasa hubo de oponerse a las obscenas pretensiones del rey. Entonces cambió
todo. Fue condenado a muerte. Y llevado a un lugar llamado Mengo, donde fue
decapitado. Antes, sin embargo, de que la sentencia se ejecutara José Mkasa
declaró públicamente que perdonaba de todo corazón al rey y que encargaba a sus
verdugos que le pidieran, por favor, en su nombre que hiciese penitencia cuanto
antes.