Pueden dividirse en
dos grupos, de los que hablaremos sucesivamente. El primero está constituido
por unos cuantos jóvenes, cuyas edades fluctúan entre los trece y los
veintiséis años. A última hora se les agregó un compañero de treinta años.
Todos ellos tienen como nota común el formar parte de la corte y estar viviendo
como pajes en el palacio del rey. Todos fueron martirizados un mismo día, y
casi todos con un mismo martirio. Puede tenerse como principal a
Carlos Lwanga. Tenía veintiún
años el día de su martirio y podía considerarse como el favorito del rey, que
había contado con él siempre para sus encargos más delicados. Siempre, hasta el
día en que el rey se atrevió a pedirle lo que él no podía en manera alguna
darle. Entonces fue arrojado al calabozo, y allí vinieron muy pronto a
acompañarle sus compañeros de martirio. Entre ellos Mbaga Tuzindé, hijo de
Mkadjanga, el principal y el más cruel de los verdugos. Era catecúmeno cuando
empezó la persecución, y el mismo Carlos Lwanga le bautizó poco antes de ser
condenado a muerte. Con él sucedió una escena que ya habían conocido los
cristianos en las actas de las Santas Perpetua y Felicidad: su padre se
presentó en el calabozo para pedirle una y otra vez que abjurase la religión
católica, o que, al menos, dejase que le escondieran y que prometiera no volver
a orar. A lo que el adolescente, pues no había cumplido todavía dieciséis años,
respondió, con la firmeza que tantas veces hemos contemplado en los mártires
cristianos, diciendo que prefería perderlo todo antes que abjurar. El padre
tuvo que limitarse a utilizar su cargo para obtener para su hijo un triste
privilegio: encargó a uno de los verdugos que estaban a sus órdenes que, cuando
ya estuviera su hijo junto a la pira, le diera un golpe en la cabeza para que
perdiera el sentido y así fuese quemado sin sufrir tanto.
No es posible dar, ni
siquiera en síntesis, las biografías de los trece mártires que forman este
primer grupo. Dos de ellos, Mgagga y Gyavira, de dieciséis y diecisiete años,
fueron bautizados en la misma cárcel por Carlos Lwanga. Otro, Santiago
Buzabaliao, intentó repetidas veces la conversión del mismo rey, con quien le
había unido buena amistad antes de su elevación al trono. Los demás, jóvenes
todos, resistieron impávidos todas las amenazas. Pero entre ellos destaca la
figura angelical y encantadora de Kizito, niño aún de trece años, que fue, sin
embargo, el que dio la nota de máxima valentía. El levantó el ánimo de los que
desfallecían. El fue también el que, camino del patíbulo, invitó a todos a
cogerse de las manos, de tal manera que llevaran unos a otros, si alguno
decayera en su ánimo. El fue, en fin, el que con mayor fuerza rechazó
proposiciones libidinosas del rey.
Nota curiosa
constituye la presencia en el grupo de Mukasa Kiriwanu. Formaba parte del grupo
de los pajes de la corte, pero aún no estaba bautizado. Cuando sus compañeros
salían hacia el lugar del suplicio, uno de los verdugos le preguntó si era
cristiano. Él contestó que sí y se unió a los condenados. Y así, sin haber
recibido el bautismo de agua, sino únicamente el de sangre, ascendió a los
altares. Es hermoso también el caso de Lucas Banabakintu. No pertenecía a la
servidumbre regia, sino a la de un gran señor. Había recibido hacía cuatro años
el bautismo y la confirmación, y, cuando después recibió la primera comunión,
se distinguió por su extraordinaria pureza de vida y su fervor en las cosas
santas. Al estallar la persecución le hubiera sido fácil evitar ser apresado.
Con gran fortaleza de ánimo se presentó, sin embargo, a su dueño, y éste le
entregó a los soldados del rey. Así, a pesar de que su edad era superior a la
de sus compañeros (tenía treinta años), mereció padecer el martirio con ellos.
Amaneció el día 3 de junio
de 1886. Agrupados todos los mártires, salieron del calabozo camino de una
colina llamada Namugongo. No todos, sin embargo, llegaron a ella. Algunos, que
no pudieron andar con la suficiente presteza, fueron alanceados por el camino.
Los que quedaban llegaron, por fin, al lugar del suplicio. Les ataron de pies y
manos; les envolvieron en una red hecha de cañas y les pusieron en pie sobre
unos haces de leña, para que sus cuerpos se fueran consumiendo lentamente. Y
entonces se produjo la maravilla que colmó de admiración a los verdugos, que
jamás habían visto cosa parecida: empezó a arder la leña y comenzaron las
llamas a lamer los pies de los mártires; quedaron éstos envueltos en una nube
de humo. Y, en lugar de salir de ella gemidos o maldiciones, salieron
únicamente murmullos de oración y cánticos de victoria. Exhortándose unos a
otros estuvieron firmes sobre el fuego, hasta que, por fin, sus voces se fueron
extinguiendo. Grex immolatorum tener, tierna grey de los inmolados, les llama
Benedicto XV, aplicándoles la frase que la Sagrada Liturgia dedica a los santos
inocentes.
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