martes, 11 de junio de 2013

San Carlos Luanga y compañeros (IV)

Pasemos al segundo grupo de mártires, formado por nueve de ellos. En realidad, sin embargo, muy bien pudieran agregarse cinco al grupo anterior, pues, aunque no fueron martirizados el mismo día ni de la misma forma, pertenecían también, como los anteriores, a la corte, estaban unidos con ellos por lazos de íntima amistad, eran jóvenes de la misma edad, y sólo circunstancias fortuitas hicieron que no fuesen atormentados el mismo día 3 de junio. Junto a ellos nos encontramos con otros mártires, que también repiten, por su parte, las más hermosas páginas de los primeros tiempos del cristianismo.

Recordemos en primer lugar a Matías Kalemba Murumba. Era ya un hombre hecho, pues tenía cincuenta años y ejercía la profesión de juez. Había sido primero mahometano y después protestante, para terminar recibiendo el bautismo en la Iglesia católica el 28 de mayo de 1882. Entonces, temiendo las dificultades de su profesión, la dejó, y se dedicó con alma y vida a la propagación de la religión, no sólo mediante la educación cristianísima de sus propios hijos, sino también con una labor de ardiente proselitismo. Llamado a la presencia del primer ministro, confesó abiertamente la fe y fue condenado a morir con muerte horrible. Sus verdugos le llevaron a un lugar inculto y desierto, temiendo que la piedad de los espectadores pudiera poner obstáculos a la ejecución de la tremenda sentencia. Allí fue Matías, con sus verdugos, alegre y contento. Empezaron por cortarle las manos y los pies. Después le arrancaron trozos de carne de la espalda, que asaron ante sus propios ojos. Finalmente, le vendaron con cuidado las heridas, para prolongar su martirio, y le dejaron abandonado en aquel lugar desierto. Tres días después unos esclavos que estaban cortando cañas oyeron la voz de Matías, que les pedía un poco de agua. Pero, al verle desfigurado, mutilado, temieron al rey y se horrorizaron de tal manera que huyeron dejándole abandonado. Solo por completo, expiró al poco tiempo.

Tiene también un corte evangélico el martirio de Andrés Kagwa, pues nos recuerda la escena del de San Juan Bautista. Unido con íntima amistad al rey, había dado muestras de una gran caridad con ocasión de la peste que había invadido a la región. Fueron muchos los enfermos a los que, después de haberles atendido con caridad ardiente, bautizó y enterró después con sus propias manos. En su apostolado llegó a intentar catequizar a los hijos del primer ministro. Este juró su ruina, hasta el punto de prometerse que no habría de cenar aquel día sin que al verdugo le trajera a la mesa la mano cortada de Andrés. Así se hizo aquel 26 de mayo en que el mártir, a sus treinta años de edad, voló a los gozos del cielo.
El mismo primer ministro consiguió también que el rey le entregase a Juan María Lamari, conocido con el sobrenombre de Muzei, es decir, el anciano. Hombre de gran prestigio, lleno de prudencia, misericordioso con los pobres, daba su dinero y su actividad para conseguir la redención de los cautivos, a los que catequizaba. Cuando vio que eran perseguidos los cristianos rehusó huir. Antes al contrario, se presentó con toda naturalidad ante el rey. Este le envió al primer ministro. Algo sospechaba el mártir, pero, como dicen las letras de beatificación, "pensé que era absurdo temer por algo que tuviera relación con la causa de la religión". Y, en efecto, al presentarse al primer ministro, éste ordenó que le arrojaran a un estanque que tenía en su finca. Allí pereció ahogado.



Terminemos la relación, que puede parecer monótona, pero que, sin embargo, es gloriosísima, con la primera de las víctimas: José Mkasa Balikuddembé. Había servido ya al rey Mtesa como ayuda de cámara. Su hijo Muanga, al llegar al trono, le conservó junto a sí y le puso al frente de la casa regia. El mártir se dedicó a un apostolado activísimo entre los jóvenes que formaban parte de la corte. Todo iba bien, y el rey le tenía en gran consideración y afecto, hasta que José Mkasa hubo de oponerse a las obscenas pretensiones del rey. Entonces cambió todo. Fue condenado a muerte. Y llevado a un lugar llamado Mengo, donde fue decapitado. Antes, sin embargo, de que la sentencia se ejecutara José Mkasa declaró públicamente que perdonaba de todo corazón al rey y que encargaba a sus verdugos que le pidieran, por favor, en su nombre que hiciese penitencia cuanto antes.

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